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1. Introducción

Devenir mujer u hombre, es producto de un largo aprendizaje cultural patriarcal. Dicho aprendizaje, se entiende como un sistema jerárquico de relaciones que reproduce y mantiene lo masculino como referencia de la humanidad (Facio, 1999).

Las relaciones sociales se basan en el poder que se concede a la masculinidad hegemónica (Bonino, 2001). Es decir, al modelo cultural que concede privilegios de actuación a los hombres blancos con dinero, heterosexuales y adultos. Este hecho implica la superioridad masculina, versus la subordinación y desigualdad de las mujeres. Se entiende lo femenino como un producto secundario, o “segundo sexo” (Beauvoir, 2008), cuya existencia está condicionada a la masculinidad. Esta significación cultural obedece a la internalización de las normas-explicitas e implícitas-,  que reglamentan el cuerpo, según el género (Butler, 1997); al deber ser, que  indica lo realizable o no,  según el sexo. Esta diferenciación cultural se naturaliza o válida, mediante la interpretación biologicista que adoctrina para el sometimiento de unos cuerpos sobre otros (Foucault, 2007). 

Un hecho biológico (el sexo) se aprende a significarlo desde las valoraciones culturales, que determinan la feminidad y la masculinidad. Estas nociones se apoyan en  doctrinas psicológicas, jurídicas, médicas y religiosas que se utilizan como argumentación, para establecer diferencias políticas, sociales, económicas y culturales. Esas diferencias tienden al enaltecimiento de lo masculino y la desestimación de lo femenino. En este sentido, las mujeres y otros grupos sociales son consideradas/os como: “insuficientes”, “anormales” o “enfermos/as”.